Hoy iniciamos un nuevo año litúrgico, un camino que se abre ante nosotros como un sendero de esperanza. Este tiempo se llama Adviento y marca el inicio de la preparación para la Navidad. El Adviento no es solo un preludio, sino una experiencia profunda de la fe, una espera activa y vigilancia confiada de la venida de Jesús, es tiempo de esfuerzo, pero también tiempo de oración.
La liturgia, en este tiempo, usa el color morado, que nos recuerda que este es un tiempo de esfuerzo, se nos invita a prepararnos por dentro. Así como nos acicalamos y nos arreglamos por fuera, nos prepararnos interiormente, limpiando el corazón, para que Jesús tenga un lugar en el pesebre de nuestros corazones.
Las lecturas de este primer domingo nos introducen en la primera parte del Adviento, centrada en la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. El Evangelio de Mateo es claro y directo: “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor” Jesús utiliza imágenes, como el diluvio o el ladrón en la noche, para que caigamos en la cuenta de que Su venida será inesperada, imprevisible y sorprendente.
Pero, ¿qué significa estar en vela y vigilantes? San Pablo, en la segunda lectura, nos dice que “ya es hora de despertaros del sueño” y “dejemos, pues, las obras de las tinieblas”. La vigilancia se traduce en la conversión, que es un cambio de mente y de vida. Se trata de revestirnos del Señor Jesucristo y ponernos las armas de la luz.
Nuestra fe debe ser visible en el mundo. El profeta Isaías nos da una visión del mundo transformado, donde todas las naciones caminan hacia la luz del Señor. En ese mundo nuevo, donde “de las espadas se forjarán arados, y de las lanzas, podaderas”. Esto es una invitación urgente a desarmar los corazones y a construir la paz en nuestro entorno.
Caminemos, pues, como peregrinos de esperanza. Dios viene a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, y el mejor testimonio de nuestra fe es que vivamos en fe, esperanza y caridad.
Que la Virgen María, modelo de espera vigilante y alegre, nos ayude a prepararnos para acoger a Cristo, la Luz del mundo “Ven, Señor Jesús.”.
Feliz domingo, día del Señor e inicio del tiempo de adviento, feliz semana.
Este domingo pasado 23 de noviembre, hemos celebrado el X aniversario de los matrimonios que se casaron en nuestra parroquia.
Ha sido un encuentro donde hemos rezado, han renovado sus promesas matrimoniales, compartido el testimonio de su amor y hemos dado gracias a Dios por cada una de sus familias.
Concluimos el año litúrgico con la Solemnidad de Cristo Rey. El próximo domingo, con el Adviento, iniciaremos un nuevo ciclo. Esta fiesta es muy significativa, nos hace poner nuestra mirada en Jesús como Cristo Rey, pero con la vista puesta en el Reino que acontece en nuestra historia, que se está gestando y madurando continuamente hasta el final de los tiempos.
En la primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel, trata sobre la unción del rey David, que es elegido y aceptado como rey y pastor de Israel “Hueso tuyo y carne tuya somos” David reúne y conduce a su pueblo., encarnada de esta manera la figura de Cristo, que en la cruz reúne a toda la humanidad y la guía a la salvación “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”. Su reino no se funda en la fuerza sino en la debilidad, reconciliando la tierra con el cielo, reconciliando a Dios con los hombres, “nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor” Como en la antífona también cantamos nosotros, como Iglesia, pueblo de Dios, “Vamos alegres a la casa del Señor”
La primera lectura, nos habla de la unción de David, la historia de Israel cuenta con pocos reyes que se puedan considerar figuras del que iba a ser Rey del Universo en los planes de Dios, por eso precisamente se lee este texto del nombramiento de David como rey. Los representantes de las tribus de Israel, tanto del Norte como del Sur, Judá, le habían reconocido como sucesor de Saúl, le rinden pleitesía y lo ungen como rey apoyándose en la voluntad de Dios “Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel” Jesús es hijo de David, el hijo que el profeta Natán le había prometidoy que debía de ser rey, ocupar el trono de David su padre, y reinar para siempre, como le dijo el ángel Gabriel a María en la Anunciación.
En la segunda lectura, carta a los Colosenses, San Pablo destaca como nadie la realeza de Cristo, precisamente en este himno cristológico se alegra que Dios nos ha llevado al reino de su Hijo querido y describe una magnifica lista de títulos de Jesús: imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, todo fue creado por él y para Él, punto de consistencia de todo el cosmos, cabeza de la Iglesia, el primogénito entre los muertos… “Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”. Pues en Él reside toda la plenitud y, además, en Él se ha realizado la reconciliación universal, por la sangre de su cruz. No puede existir otro himno más apropiado para la fiesta de Cristo Rey.
El Evangelio a lo largo de todo el año litúrgico, nos ha venido enseñando que el reinado de Dios no es un Reino a modo humano, no es un reino de poder, de dominio…, sino que entiende la realeza de Dios como las actuaciones de Dios mismo en la historia en favor de su pueblo, es el caudillo de su pueblo, el jefe y el auxiliador, el Señor que lo cuida y lo defiende. Jesús nos hace notar que ese reino anunciado ya está presente en medio de nosotros, es la presencia definitiva del Reino.
Pero el Reino tiene sus exigencias, que el evangelio las resume en dos actitudes fundamentales: conversión y fe, cambiar el corazón para incorporarnos al Rey, no a un rey terreno, dominador y opresor sino al Rey que viene a establecer un Reino de Paz, de verdad, de libertad de justicia y amor. No solo basta la conversión, sino que además cuando la fe es auténtica, la conversión y la misma fe pasan del corazón al comportamiento, de las actitudes a las obras, de los símbolos a la realidad. Esto es lo que le ocurre al ladrón, al buen ladrón al que la tradición lo nombra como S. Dimas, se produce en él toda una conversión.
Jesús no es un rey al modo humano, su reino no es de este mundo. El Evangelio nos muestra que la realeza de Cristo se revela de modo admirable en la cruz. Cristo reina desde la cruz, y esto es la paradoja cristiana, pues, Aquel que había sido anunciado que sería grande, que sería hijo del Altísimo y heredaría el trono de David, su padre, comenzará a reinar en un pesebre de un establo y reinará definitivamente en una cruz romana, en la cruz de los esclavos, y es que la realeza de Cristo se expresa en el servicio, en la entrega por todos los hombres. “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Jesús le dijo: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” Esta misma paradoja nos dice que la cruz habla de otro tipo de triunfo, de otra forma de victoria: la de la reconciliación que pasa por el perdón y la entrega.